José Luis Correa Catalán, originario de Chilpancingo de los Bravo, capital del Estado de Guerrero, es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Guerrero. Se ha dedicado a la gestión cultural e investigación independiente de procesos culturales enfocados en la labor de maestros mascareros tradicionales de diferentes comunidades en Guerrero.
Cuauhtémoc: mito fundacional o los sepulcros de la memoria
Antes de cualquier zarpazo, me permito presentar la columna de opinión, querida y querido lector, máxime, cuando es la primera en salir del horno de esta Redacción. Más que dar parte de mis credenciales o cartillas de buen juico para validar la condición de “opinólogo” de plumas, de largas o medianas tintas, busco entablar con ustedes un espacio de reflexión, cuestionamiento y reencuentro por la compleja trama cultural guerrerense.
Una red histórica que va más allá de cualquier surrealista o perversa sospecha. Una realidad que nos habita en los imaginarios, en el lenguaje, en el gusto por cada bocado, en los rituales ancestrales, en el colorido carnaval, en el paisaje, en el chirundo y desparpajado deseo o… en el ominoso y silenciado desamparo de vivir en Guerrero.
Propongo: un encuentro generoso para atraparlos de un zarpazo entre la basta diversidad de expresiones culturales, sin caer en los lugares comunes de los discursos románticos o folck-lover que imperan –¡y vaya que son bastantes!– desde harto rato en el horizonte recurrente de burras revolcadas en cajitas de Olinalá.
Sacralidad cívica guerrerense
La pertinencia de estas líneas recae en un contexto de políticas culturales basadas en perpetuar la sacralidad-cívica retomando la historia de bronce (historia oficial bajo las narrativas de los vencedores) enalteciendo desmesuradamente a los héroes patrios como si se tratara de arreglar altares a una pléyade de santitos y en establecer confusos programas culturales que velan por “la paz” y la “tradición” (folclorización), en pleno escenario de “pacificación armada” por parte del mismo Estado. Como si los monumentos patrios cumplieran la función de escudo ante el crimen organizado y las danzas con sus sones y chile frito lograran silenciar las balas y los gritos.
Al perecer las actuales estrategias institucionales en temas de cultura –que aún no dan cuenta de verdaderas políticas culturales– son esbozos cargados de civismo y folclor (aquello que es apropiado por las instituciones para usos políticos y turísticos) que giran en un solo tacón: la Dirección de Actividades Cívicas, sin más, dejando de lado las realidades y a sus creadores, artesanos, gestores, activistas, espacios independientes y estructuras civiles tradicionales en los que recae una buena parte del patrimonio y la creación de infraestructura cultural en distintas poblaciones para la salvaguarda, memoria y gestión, entre otras cosas. Actores sociales que han trabajado durante décadas contra viento y marea en un territorio fragmentado por el crimen organizado y ahora son los grandes invisibles, puesto que no cumplen el perfil multifuncional de espectáculo identitario.
Estas grandes deudas se reflejan en algo muy superficial y que hemos normalizado: la falta de archivos históricos, acervos, la falta de infraestructura digna en los “museos históricos” y de “arte popular y contemporáneo”, el nulo resguardo arquitectónico y sobre todo la falta de diálogos que puedan generar espacios para el acceso a la cultura como un derecho humano.
En su lugar tenemos parches folclorizados de aparente integración social a partir de elementos de lo popular que sólo sirven para montajes mediáticos-proselitistas y promociones turísticas de corta escala, donde se relevan a los agentes culturales por compañías dancísticas que logren una sensación estética más a doc a un Tianguis Turístico o al evento de un funcionario. Las expresiones culturales como un servicio de entretenimiento para eventos políticos, en lugar de políticas al servicio de ésta.
Por desgracia, no sólo es un problema de la actual administración, más bien, el actual retroceso es el resultado de cómo ver y hacer ver la cultura desde el despojo y la servidumbre. Tiene casi 174 años gestándose en las entrañas de esta entidad: La Cultura del Olvido, construida a partir de negar la diversidad cultural e histórica de sus pueblos, silenciar las injusticias sociales con las que se ha conformado el poder en Guerrero: caciquil, regionalista y pragmático, que busca sus transiciones en manipular la memoria.
Pareciera un simple descuido de algunas administraciones, pero es más que eso. Es un patrón estructural que lleva casi doscientos años para mantener una cultura del olvido a partir de la atomización (dispersión) empleada en regionalismos que han generado una falta de diálogos intercomunitarios. ¿Por qué resulta tan difícil reconocerse entre los mismos pueblos que habitan una región? ¿No les suena un poco? Entre Juchitán y Huehuetán, entre Olinalá y Temalacatzingo o Chilpancingo con Tixtla.
Justamente la conformación de regiones es el proceso histórico de fragmentar lazos culturales, étnicos y de intercambio comunitario para homogenizarlos y reorganizarlos en intereses políticos y económicos de ciertas familias caciquiles, algo así como 7 pequeños feudos (ahora 8) amparados por un Estado Autónomo, por el que se disputa su gobierno. En eso llevamos casi dos siglos de disputa: las regiones como delimitaciones del poder.
Esa disputa se refleja en la falta de espacios y reconocimiento de las memorias más allá de las narrativas paternalistas erguidas en grandes héroes, en el racismo, en el despojo, en la usurpación de las voces, en seguir perpetuando la lógica de cacique-peón y, sobre todo, en la normalización deshumana para gestionar el genocidio y la desaparición forzada de manera sistemática y cínica.
Porque una cosa es seguir cimentando la historia de bronce para legitimar la visión de los vencedores: el culto a la ficción, y otra muy distinta la de tener acceso y las posibilidades de seguir contribuyendo a las memorias a través de distintas perspectivas y voces que den continuidad a la dignidad humana para lograr justicia y una identidad abierta a todas sus manifestaciones.
Deberíamos tener acceso para mirar los procesos históricos a través de la oralidad, los objetos, lugares identitarios, procesos, rituales, documentos y colecciones que puedan reencontrarnos con los testimonios de las personas de a pie, la historia menuda que ha logrado entretejer las posibilidades de nuestra existencia.
Los héroes encubiertos de medallas, espadas, cascos y blasones sólo perpetúan las pulsiones bélicas del monopolio de la violencia del Estado, la sacralidad al patriarca y los títulos aristocráticos de la impunidad. Crean una distancia mediante la figura de poder con la que debemos sentirnos en deuda por darnos patria, así como pasa con el sentimiento religioso de la culpa.
Muy distinto la de pensar a las y los insurgentes desde el perfil de un campesin@, un esclav@ mulat@ o un arrier@ que viaja entre senderos, pueblos y tempestades para intercambiar ganado, maíz, mezcal, chismes o en la odisea de ser tratado como esclavo entre navegantes, mercaderes y hacendados. Alguien que tuvo problemas similares a los nuestros, pero en otro momento de la historia. Un encuentro más humano donde alternar las huarachas con el pasado, pues.
De qué nos sirven el Plan de Ayala, los Sentimientos de la Nación, el perdón y la máxima de Mi patria es primero, si las y los herederos de esos imperativos de libertad son víctimas de sus propios gobernantes, gobernantes que detentan apellidos de prohombres guerrerenses. Es menester poder reflejarnos en nuestra historia como guerrerenses sin tener que talar árboles en las plazas cívicas para colgar en un nichito a otro santito de la patria y de nada servirá, sino podemos enlazar la historia con nuestra actualidad y con las condiciones en las que nos encontramos pese a hacer la cuna de uno de los primeros manifiestos a la libertad. Libertad que parece haber sido canjeada por hondos sepulcros cavados en su misma tierra.
¡Los sentimientos de la nación producen monstruos de opio y balas!
Cuauhtémoc: ¿mito o sepulcro?
Los mitos, forman parte de nuestras vidas. Están ahí como un código en nuestras creencias para darle sentido a la vida, lo cotidiano o para aproximarnos al caos de la existencia. Nada distan del pensamiento científico o eso que llamaos “civilización”, puesto que en ellos se encuentra una de las pasiones más valiosas de la humanidad… la búsqueda de conocer y generar sistemas de pensar.
Lo importante de los mitos recae en las diversas e infinitas formas de pensar el mundo. Como pueden iluminar la percepción de cómo habitar el mundo, de la misma manera pueden oscurecer los horizontes de la percepción. Ese es el problema del uso político del mito, es reducido a único en aras de la “verdad”. Esto pasa con la construcción de identidades nacionales en buena parte del mundo durante el Siglo XX. Los mitos fundacionales (origen mítico de un país) en los que cimentaron los Estados Nación para sintetizar origen, historia, territorio, futuro y en especial un nuevo sujeto social nacido del mestizaje.
Desde la conformación en 1849 y todo el Siglo XX, la construcción de una identidad hegemónica en Guerrero siempre fue un problema, puesto que nadie duraba gobernando una entidad con tantos tiradores a la silla o por los conflictos para proteger límites regionalistas. Nuca existió una continuidad que velara por algún proyecto identitario como una necesidad para gobernar.
El proceso con tintes nacionalistas llegó hasta finales de los años cuarenta que nos dejó algunos murales por Luis Arenal y Cueva del Río en el actual Museo Regional y una nueva revisión con políticas culturales de Alejandro Cervantes en los años 80, que hasta ahora siguen siendo una sombra enorme de la que no se han podido explorar nuevas fórmulas. En los años 40 comienzan los gobernantes a dar banderas verdes a proyectos de murales, escuelas de arte y la búsqueda de un mito fundacional. Este último arraigado en la abierta invención de los restos de Cuauhtémoc, la sepultura del último Tlatoani.
¿En serio era viable tal invención? ¿Por qué no echar mano de tantos mitos y procesos propiciatorios de origen mesoamericano con los que contaba la entidad? ¿No hubiera quedado mejor cómo mito fundacional uno de tantos relatos sobre el origen del maíz, donde tecuanes de distintos pueblos se organizan para enfrentar una batalla de categorías cósmicas en contra de dioses indolentes que prefieren ver morir los seres del mundo, luchar por hacer reverdecer las milpas con su sangre? Justamente, un origen ontológico plural que refleja la actualidad de Guerrero: la lucha por un territorio habitable tomando de la naturaleza como prioridad para la conformación de seres humanos que estén prestos a revelarse a las injusticias de quienes detentan el poder.
Ahora que lo leo, ya veo porqué no. ¡Claro que no era viable! Sólo daba cuenta de la necesidad de cumplir tardíamente un proceso nacionalista en los que los gobernantes de su tiempo eran completamente ajenos a los fuertes imaginarios y pulsiones culturales de los pueblos que gobernaban. Prefirieron ser la tumba de la rebeldía de los procesos de resistencia en la historia lejana y actual de un país.
Los controversiales restos del último tlatoani, desde su aparente descubrimiento estuvieron impregnados de una fuerte imposición por parte del gobierno que lo legitimó a partir de la ficción “la última morada del rebelde” justo al cumplirse cien años de la Erección del Estado de Guerrero. El problema no radica ahí, radica en legitimar una mentira a través de las instituciones como verdad.
Mito fundacional que terminó por ser el fractal violento de los paradigmas de un Estado Criminal. El sepulcro de Cuauhtémoc representa el sepulcro la lucha sindical de los años cincuenta, representa el sepulcro de los campesinos de Atoyac en los setenta a manos de Figueroa, representa el carpetazo de Aguas Blancas y Charco, es la desaparición de 43 alumnos de Ayotzinapa, el sepulcro de innumerables feminicidios; tumbas que se multiplican y metamorfosean al servicio del crimen organizado. Es el sepulcro que tienen que bordear familias y pueblos completos de desplazados a manos de los carteles en pugna.
Por eso, es preciso hacer una revisión ardua sobre cómo estamos delineados por el poder y sus imaginarios. Necesitamos vindicar (defender) la diversidad de memorias, las memorias en cada uno de sus campos de batallas, hacer nuestras todas las luchas como parte de nuestra identidad sin aceptar la servidumbre. Debemos dejar de pensar nuestros procesos culturales como un producto de capital turístico, porque las ritualidades populares son depósitos de saberes comunitarios y procesos para reconciliación ante la indolencia de quienes han detentado del poder, sobre todo en esta invención llamada Guerrero que pesa sobre las memorias de al menos ocho o nueve generaciones.