A Zarpazo de Tigre: Peticiones de lluvia en la Montaña Baja de Guerrero

José Luis Correa Catalán, originario de Chilpancingo de los Bravo, capital del Estado de Guerrero, es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Guerrero. Se ha dedicado a la gestión cultural e investigación independiente de procesos culturales enfocados en la labor de maestros mascareros tradicionales de diferentes comunidades en Guerrero.


Querida y querido lect@r, más que un zarpazo ahora regreso con breves apuntes de mi visita a Acatlán, Guerrero, uno de los pueblos que integran una región sagrada importante: la Montaña Baja. Son algunos temas que me gustaría compartir y poner en la basta mesa de material periodístico, fotográfico, documental y resultados de viajes que circulan en redes alrededor de la Santa Cruz.

Si bien hay grandes reseñas de las peticiones de lluvias de este año a manos de divers@s divulgador@s independientes, que son muy valiosas y detalladas, la presente intervención está más enfocada a lo que logré ver o entrever, por curiosidad personal, en torno a cómo aproximarse a espacios tan significantes, así como la forma en que se puede dialogar con éste. 

En esta vista a Acatlán para las peticiones de lluvias o la fiesta del Atzatisilistli han surgido otros acercamientos a las distintas ceremonias que integran el ritual nahua de la Montaña Baja, que va más allá de lo que pensaba, así como nuevas interrogantes sobre cómo aproximarse a dichos procesos a través del lente, sobre todo ante qué nos encontramos parados cuando se sostiene un lente y para quién estamos documentando.

El altar como territorio múltiple de la identidad

En cuanto a los acercamientos, es impresionante la red social que hace posible uno de los procesos rituales más profundos de Guerrero que no sólo abarca un pueblo, más bien es un conjunto de pueblos que integran una región sagrada que les abraza en el paisaje, que va más allá de dicho paisaje traspasando las fronteras y multiplicando el territorio, líneas que más adelante me explicaré.

Puedo decir, sin miedos, que las peticiones de la Montaña Baja salen de Guerrero, habitan y restituyen el cosmos en cada lugar que camina, trabaja, siembra y habla un nahua.

Las peticiones de lluvias son una pieza clave del ritual agrícola mesoamericano, se realizan del 25 de abril al 5 y, algunos, hasta el 14 de mayo de cada año. Las peleas o combates entre tecuanes son la expresión visible de la fiesta, pero no todo su conjunto.

Se acompaña de múltiples ceremonias, encargados estructurados en mayordomías, comisarias, penitentes, personas que velan de noche, ancianos gobernantes, bordadoras de mantelitos, danzantes, peleadores, pobladores que arreglan cada espacio antes del ritual, sobre todo una presencia importante de mujeres con cargos clave en la festividad. Un tejido de personas que hace posible el diálogo con lo sagrado.

Un apunte que es prudente resaltar es la interacción de poderes en la estructuración de las autoridades tradicionales con las estructuras jurisdiccionales con las que organiza el territorio el Estado, algo así como autoridades cívico-rituales (como primer esbozo de mi parte).

El comisario funge un rol múltiple y complejo para la organización de la fiesta coordinándose con las mayordomías, es una figura ejidal y una figura encargada del ritual. La organización ejidataria y comunal está acorde a la distribución sagrada del territorio siendo una constante en distintos pueblos de la Montaña Baja y la Montaña Alta. Esto también se refleja en los altares y las iglesias, desde la más pequeña, pasando por la iglesia principal hasta las cruces en lo alto del Cruzco.

Todos estos espacios están coronados con flores, velas, ofrendas y banderas de México. Todos estos símbolos son portales a distintas narrativas, tanto del sincretismo, las referencias abiertamente declaradas a las deidades ancestrales como Tlaloc y a Ecattl;  así como contextos de lo pop y lo periférico pasando la frontera donde encontramos máscaras de lucha libre referencias del arte chicano.

Los pueblos que integran las peticiones van desde Apango, los pueblos del Balsas como San Francisco Ozomatlán, Atliaca, Tixtla, Zumpango, Acatlán, Zitlala, la Esperanza, entre otros. A todos estos los une su ombligo cósmico: el pozo de Ostotempa.

Este gran cráter que los convoca representa el ombligo del universo nahua por el cual surgen las variedades vitales de las semillas (maíz, frijol y calabaza), y a su vez el punto de partida para el abanico de fiestas en torno al sincretismo que resguarda la Santa Cruz. En Ostotempa se velan la mayoría de las cruces de la Montaña Baja.

Ya en esta imagen del origen y semilla, se desprenderán otras imágenes como las semillas y el viento, el viento y la lluvia, la lluvia y la montaña, la montaña y el paisaje abierto entre las cruces. Una reverberación poética del ritual como el río de peticiones que hacen brotar los manantiales de las infinitas metáforas del temporal: caos, origen, diáspora, batalla, siembra y retorno. Metáforas que se actualizan con la situación moderna del campo y la migración de muchos pueblos que se la pasan “haciendo la lucha” (Catherine Good).

Ombligo ancestral y migración moderna

Es increíble la cantidad de nahuas que retornan a la fiesta del Atzatsilistli desde otros lugares del país y del otro lado de la frontera. Eso me hizo reflexionar sobre una de las interrogantes más inquietantes de los estudios de las culturas populares y pueblos originarios:

¿Cómo definimos la identidad y la tradición actualmente en un sistema de consumo voraz y de acelerada movilidad humana?

Como criatura pálida citadina, esas interrogantes producen una desesperanzada certidumbre sobre que todo cambia y poco se puede hacer más que tomar una postura indiferente o actuar de manera paranoica a partir de un sentimiento apocalíptico (que es muy conservador, por cierto) del deber de conservar, salvaguardar y proteger las tradiciones a todo costo, aunque esto incluya pasar sobre los actores sociales que la hacen posible la existencia de expresiones culturales.

Algo así, podría definir la motivación de algunas instituciones sobre los procesos populares en México. Una dialéctica de indiferencia o de proteccionismo conservador, y en dicha dialéctica las expresiones culturales se ven como una fotostática del pasado de los pueblos que yacen exhibidas en vitrinas, algo así como objetos de taxidermia, formas populares rellenados de fetiches del pasado.

Si bien la pregunta inicial es una de tantas que pueblan los estudios culturales y como sus innumerables formar de abordarlos, siempre –me incluyo con todo y chipote– se están haciendo aproximaciones desde el escritorio sobre los rituales de diversos pueblos. Muy pocas veces se pueden acceder a las voces de las personas que integran dichos procesos. Una de las hipótesis en los ochenta sobre esa cuestión, postulaba que las localidades perderían sus identidades abriéndose paso a la cultura de consumo americana, una suerte de desterritorialización.

Pero lo que logré mirar en Acatlán es, más bien, una resistencia por mantener las relaciones sociales que los integran a partir de reafirmar su identidad a través de la migración como un eje que los mantiene arraigados a sus creencias y a una filosofía de habitar el mundo. Encontré a muchas familias que venían de Ciudad Nezahualtcoyotl, así como personas que retornaban desde Estados Unidos para estar en las celebraciones.

Todos ellos pasan por odiseas tremendas y aun así el paisaje nahua se vuelve un lenguaje con el que se enfrentan a la urbanidad, regresan con un paisaje nuevo en los hombros, en la piel, en la mirada y aun así su ombligo ancestral les reconoce y les brinda los frutos del temporal.

Por eso me arriesgaba a comentar que el territorio nahua estaba más allá de Guerrero. Todas esas máscaras de tecuanes que resguardan una máscara del luchador Sangre Azteca, resguarda al migrante, al viajero, al tatuaje de Ciudad Neza. El sacrificio se resignifica, no es sólo de Acatlán, es desde las entrañas profundas de las diásporas del país.

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