Si Nicolás se queda en casa no come; testimonio de la desigualdad en la pandemia

Carlos Navarrete Romero/ Chilpancingo, Gro.

Todos los días, a las 6 de la mañana, sale a la calle arrastrando 85 años y un diablito de acero.

Camina desde la colonia Plan de Ayala hasta el mercado central Baltazar R. Leyva Mancilla, donde compra una caja de mango que traslada, también a pie, al Centro de la ciudad, justo atrás del edificio Juan N. Álvarez. Ahí, sobre la acera de la calle Justo Sierra, coloca los mangos en montones de tres para ofrecerlos en 20 pesos.

La única posesión de Nicolás Nava es ese diablito de acero, nada más. Vive en casa de una de sus hermanas y cada dos meses recibe una pensión del gobierno del estado de 2 mil pesos que le sirven para surtirse de mango o cualquier producto de temporada que después revende.

Demora casi dos horas en trasladarse desde el mercado hasta la calle Justo Sierra. De a ratos avanza sobre las banquetas, de ratos sobre la calle. Cada cuanto se detiene para descansar y tomar aire. Así, a las 9:30 de la mañana comienza su vendimia.

Antes de la contingencia sanitaria provocada por el COVID-19, Nicolás compraba 10 kilos de jitomate, una caja de mandarina y dos de mango. Todo el producto lo vendía el mismo día, pero desde la pandemia las cosas cambiaron.

Con las restricciones impuestas por el gobierno federal para evitar la propagación del virus, sus ventas cayeron de manera dramática. Ahora sólo compra una caja de mango cada dos días, que es el tiempo que tarda en vender casi todo el producto. Gana al día 50 pesos, dinero que apenas le alcanza para almorzar y comer.

“Casi no hay ventas. Mira, hoy he vendido poquito, no hay gente en la calle y pues uno tiene que buscar pa´ la papa”.

En esas circunstancias para Nicolás es imposible mantenerse en casa. No salir a vender implicaría “morir de hambre”. Además no tiene quien lo apoye. No tiene hijos ni esposa, y su hermana enfrenta las mismas carencias.

A sus 85 años el cuerpo ya le pasa factura. Camina encorvado y, al hablar, su voz poco se escucha. Pero ese es el menor de los problemas. Desde hace tiempo, no recuerda cuanto, padece la llamada “faja de la reina” (virus de varicela zoster), que le provoca un dolor permanente al que, poco a poco, se ha ido acostumbrando.

“Ya fui al hospital general, me revisaron los doctores, pero no me he curado. Me dieron unas pastillas pero sigo igual, no se me quita”.

Ante la falta de resultados, Nicolás optó por otra alternativa: los martes y viernes va a un «centro espiritual” para que le hagan una limpia. Cada visita le cuesta diez pesos, precio tentador si se compara con lo que debe invertir en las pastillas que le recetaron en su última consulta médica.

“He estado malo y no me he podido componer. Me he estado curando de espanto y de aire. Me hacen una limpia y con eso se me va controlado un poco. A veces me duele y siento que me escurre una cosa fría entre las piernas”.

Para regresar a casa de su hermana emplea la misma estrategia que por las mañanas: camina hasta la colonia Plan de Ayala jalando su diablito de acero, el mismo que ha recorrido esa ruta los últimos 9 años.

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