Una culpa dada

Ricardo Locia es pasante en la licenciatura en Antropología Social, ciencia responsable de llevarlo a reflexionar sobre su entorno y las dinámicas que se desarrollan en él. Es miembro de los colectivos: LGBTI+ Orgullo Guerrero y JOTOS (Juntos y Organizados Terminaremos con la Opresión Sexual).

Chilpancingo, Gro.

1

Un dedo punitivo me comenzó a señalar. Bajé la mirada. Me negué y lo negué. Sentí que me colocaba en la frente un letrero de letras rojo. No podía quitármelo. Lloré. Mí cuerpo se doblegó por la culpa dada. Muy tarde me di cuenta del error.

No supe cómo, ni con quién, ni cuándo o dónde. Fue la mañana de un 8 de mayo que mi madre tuvo entre sus manos un sobre con el resultado positivo; tenía diecisiete años cuando fui diagnosticado con VIH. Cambié y cambió mi vida.

Me odié y odié haber tenido una verga en mi ano o tenerla yo dentro de uno. Odie no saber que también por el culo, uno podía adquirir una infección. Odie (y lo sigo haciendo) a los programas de salud sexual «educativos», que niega otras formas de coger, de dar una mamada. El sistema heteronormativo niega que se puede coger, fajar y disfrutar los cuerpos entre dos hombres o entre dos mujeres.

El sistema niega nuestra existencia o no sabe cómo procesar la información para nosotros disidentes sexuales: Jotos, Machorras, Bicicletas; para ellos transgresores del género: vestidas, fluidos, andróginos, hombres-mujeres, mujeres-hombres.

Nos niegan a tal grado de vivir nuestros placeres a puerta cerrada, en el cobijo de la noche, en la ausencia de la luz, atrás de una pantalla, en el anonimato.

2

Recuerdo las imágenes de gonorrea, sífilis y chancro proyectados en la pared del fondo del salón de clases. Falos expulsando un líquido amarillo. Vulvas con excesiva secreción. Imágenes de personas en la etapa final del SIDA con poca masa muscular y sarcoma de Kaposi. Supuesta prevención ¡una mierda! ¡una falacia! Lo que se buscaba era generar miedo al coito, al sexo sin fines reproductivos.

Del diagnóstico médico vino la exploración personal. Mentí sobre las veces que cogí sin condón. Yo mentí pero mi cuerpo gritaba. Fueron creciendo como racimos de uvas, primero en la entrepierna de ahí en las nalgas. Condilomas por VPH. Me sentía una escoria.

Los días que prosiguieron fueron aciagos. La desnudes sin deseo o placer no es desnudes, es despojo. En la plancha fría de un cuarto blanco, me revisaron una y otra vez. Todos llegaban a una supuesta conclusión y repetían: IRRESPONSABILIDAD.

Yo sabía que no era así, pero no contradije, me quede callado con la mirada baja pensando en la culpa dada, en el letrero en mi frente de letras grandes y color rojas. Quería gritar: ¡Irresponsabilidad NO!, ¡IGNORANCIA y DESINFORMACIÓN!

3

Un epidemiólogo para ayudarme a resolver mis dudas, detrás de la hoja del resultado, hizo un diagrama. Escuché y supe por primera vez sobre la carga viral y los linfocitos CD4; ese binomio intrínseco para nosotros que vivimos con VIH.

En pequeños fragmentos fui conociendo y aprendiendo qué era lo que ahora vivía en mi cuerpo. Mis primeros estudios fueron alarmantes, 2830 copias del virus por cada mililitro de sangre, deambulaban en cada una de mis venas; mi cuerpo era susceptible a cualquier infección y era notorio: diarreas, vómito, dermatitis… El médico dijo que era urgente mi medicación.

4

Bajo los rayos inclemente del sol de Acapulco, abrí mis primeras dos cajas de antirretrovirales: Truvada y Efavirenz. Mi mamá siempre estuvo ahí constante, aprendiendo, siendo fuerte; tomó las hojas dobladas que estaban dentro de las cajas y leyó con calma; jamás la vi leer con tanto detenimiento.

Ella quería saber todo lo que fuese necesario, no quería que se repitiera la historia de su amigo Raúl. Me contó con detalles la amistad que tuvo con aquel maricón, los consejos que le daba y las formas en que la alentó a que hiciera lo que más les daba miedo. Mi madre aun con la gran amistad que le profesaba a Raúl, no fue a su funeral, había muerto de eso que morían los jotos en los años 90 ‘s; mis abuelos le negaron ir a verlo. Entre sollozos me contó la última imagen que recordaba de él: «estaba flaco, flaco; los ojos los tenía aún brillantes pero su cuerpo estaba cansado, lo vi sentado en una silla. Su cuerpo estaba lleno de manchas rojas.
Me acerque a él, le hablé y no me conoció. Lloré hijo. Su mamá se acercó y le dijo quién era yo, alzo su mirada y me dijo: cabrona. Sonrió. Lo abrace aun cuando me habían dicho que no lo hiciera»

5

La noche que comencé mi tratamiento fue la peor, no recuerdo haber tenido una noche tan larga y llena de mareos. La mañana siguiente pasó mientras yo vomitaba.

Al paso de los días los efectos secundarios fueron aminorando pero cada día después de tomarme mis chochos, salían de mis poros miedos y sin darme cuenta me invadieron. Dejé de coger, me negué a volver a disfrutar. Así como cerré mi cuerpo, también mi sentir: me negué a querer y amar. Muchas veces no pude, me trate de abrir, pero sentía que el letrero crecía y que debía de huir. Me preguntaba quién podría querer a alguien que vivía con VIH.

6

Después de tres largos años de celibato, tomé la decisión de buscar, y encontré. Mientras me desnudaba una corriente de aire me hizo ser conciente de mí desnudes y cubrí mi sexo. Entre sábanas deshechas de una cama volví a dar mi cuerpo; el miedo me invadió y tembló todo mi ser. Fue mi primera vez después de un largo exilio de los placeres carnales; entré con excesivos miedos y máximas estrictas: siempre condón, no mordidas, no arañazos, no saliva, no drogas…

Me supe responsable de mi salud y la salud de los otros.

7

Al conocer y al informarme me di cuenta que cargué innecesariamente la culpa dada, el letrero con letras mayúsculas y de color rojo. Pude quitarme todo eso y al hacerlo le escupí en su cara al sistema. Fue una gran dosis de sertralina.

Le escupí a la falta de información en la adolescencia sobre la diversidad de formas de querer y sentir placer. Era joto y la información que me dieron era de y para heterosexuales.

Le escupí al miedo que propician los programas de TV sobre el binomio VIH/SIDA y las personas que vivimos con él. Le escupí a la falacia de creer que no se puede vivir con VIH y que el único destino es la muerte prematura.

Le escupí al miedo que crearon alrededor del coito sin fines reproductivos. Le escupí a las pocas campañas de prevención para los no heterosexuales, sin generar miedo sino CONCIENCIA.

7

De mi condición clínica aprendí y me reconstruí. Se desmoronó el prejuicio que tenía y firme una tregua entre el virus y yo.
Me encontré y supe que podría amar y ser amado. Supe que vivir VIH (claro que tiene sus implicaciones) pero no necesariamente es una condicionante para vivir toda la vida como un melodrama, por eso deje de ser el portador, el sidoso, el enfermo y comencé a ser solo YO. Ahora sé mí responsabilidad.

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